El mono infinito

El teorema del mono infinito afirma que «si un mono pulsara teclas al azar en un teclado durante un periodo de tiempo infinito, probablemente podría escribir cualquier obra literaria existente».

Pues bien, yo tengo a ese mono.

El mono no es encantador, no tiene buena dicción, pero conserva todos los dedos, lo cual es muy útil para cumplir mejor con el teorema. A mi entender, cuantos más dedos tienes más teclas puedes pulsar. Si el mono tuviese un solo dedo en cada mano teclearía igual que yo, al mismo ritmo. En tal caso no escribiría más de tres cuentos y una novela corta en diez años… como yo. Pero el mono parece ágil, despierto y con cierto interés.

Esta mañana hemos ido juntos a comprar una máquina de escribir. Nos ha costado un tiempo infinito. El mono subía a todos los escalones, entraba en todos los soportales, perseguía a los perros y gritaba a los ciclistas.

—¡Qué niño tan movido! —ha dicho mi vecina, la del cuarto, la cegata—. Se le da un aire. ¿Es suyo?

Tras pasear por varios puestos del mercadillo, disculpándome con la mitad de los vendedores por el comportamiento del mono, la he visto. Me he enamorado de una Underwood Five en buen estado y que conservaba la tapa de transporte. Sí, he dicho «conservaba» porque volviendo a casa el mono ha salido corriendo con ella y, lamentablemente, la hemos perdido. Menos mal que, según mi madre, tengo una paciencia infinita.

Al llegar a casa la hemos instalado en el mejor sitio: bajo la ventana del salón, junto al ficus y un bloque de hojas de papel. He sentado al mono delante y ha tirado los papeles y el ficus. También ha conseguido liar los martillitos de las teclas Q y L. Lo he vuelto a montar todo, pero esta vez sin el ficus. He insertado una hoja y he vuelto a sentar al mono.

He empezado yo, despacio. He pulsado cuatro teclas. Al mono le ha hecho gracia y ha comenzado a imitarme. «¡Bien!». Ha cogido velocidad y yo me he retirado. A mí no me gusta que miren lo que voy escribiendo; entiendo que al mono tampoco.

He ido a la cocina a preparar algo mientras escuchaba el sonido constante de las teclas. Algunas veces más rápido, otras no tanto, pero sin pausa. Se ve que el mono estaba disfrutando. Diez minutos más tarde he vuelto con una lechuguita para mí y unos cacahuetes para él. «Es necesario aportar energía a cuerpo y mente».

Al mirar lo que había tecleado, me he encontrado con un problema: el mono solo había escrito una línea que se perdía en los límites infinitos de la hoja. Me he temido lo peor. Habían pasado pocos minutos, pero quizás había creado un microrrelato tan maravilloso como el del dinosaurio de Augusto Monterroso y había quedado perdido en el limbo de la cinta de la máquina.

—Si no mueves la palanquita del salto de línea ni haces el retorno de carro, estarás escribiendo todo el tiempo en el mismo sitio —le he dicho lentamente, como cuando se habla a un extranjero. El mono me ha mirado con la lengua fuera y rascándose la oreja.

Para evitar problemas he decidido quedarme un rato con él. Cada vez que se ha acercado el final de la línea, he realizado las maniobras para recuperar la posición de escritura. Todo ha ido bien hasta que hemos alcanzado el final de la hoja. Le he hecho parar. Se ha enfadado, ha dado un puñetazo al teclado y, chillando, se ha sentado en el sofá; igual que hacía mi tío Juanjo.

Tras analizar la situación, he salido a comprar un ordenador que incluyese un procesador de texto automático. Hemos guardado la Underwood en el altillo y he instalado el ordenador. La verdad es que el teorema no dice nada de salto de línea ni retorno de carro, pero…

Reformulación: «Si un mono pulsara teclas al azar en un teclado de un sistema automático con procesador, dieciséis gigas de memoria y disco duro de dos terabytes durante un periodo de tiempo infinito, probablemente podría escribir cualquier obra literaria existente».

Pues bien, yo tengo a ese mono y ese sistema automático.

He vuelto a sentar al mono y, quizás animado por la pantalla de colores, se ha puesto a teclear como un poseso. He visto que el procesador se encargaba de todo: salto de línea, salto de página, autoguardado… «Qué tranquilidad», he pensado.

Me he sentado en el sofá a echar una cabezadita con los auriculares puestos para minimizar el ruidito constante de las teclas. He soñado que escribíamos las obras completas de Ryoki Inoue ¡dos veces! He despertado y, al quitarme los auriculares, no he oído nada. El mono estaba allí, pero no escribía. Me he acercado y he visto que estaba jugando al buscaminas. Cuando he intentado quitarle el ratón, se ha puesto a chillar y ha decidido marcar el ordenador con su orina. Me han dicho los de la tienda que la garantía no lo cubre.

—El ataque urinario de primates al contenido de la vivienda no está cubierto, señor —me ha indicado el empleado del seguro del hogar.

Me he sentado a pensar, acompañado por la infinita verborrea del mono, y se me ha ocurrido que, en lugar de teclear, quizás era mejor escribir lo que dijera el mono, que él dictara y yo escribiese.

Nos hemos puesto a ello. Tras unas nueve horas escribiendo con la Underwood rescatada del altillo, hemos parado para descansar. He repasado lo escrito y he visto que en la página ciento ochenta y siete había un párrafo con cierta similitud a un texto. Lo he leído en voz alta: 

«… si un mono dicta sonidos al azar mientras un humano los va tecleando en algún dispositivo durante un periodo infinito, probablemente podría escribir cualquier obra literaria existente. Pues bien, yo tengo a ese humano».

(publicado en Un lugar contra el frío, Escuela de Escritores. 2020 )