Este año quieren dar un toque
especial al belén y se decantan por uno minimalista, con muy pocas figuritas,
sin corcho que construya un portal, sin noche estrellada de fondo, sin
pastorcillos, sin rio ni puente. Hasta los Reyes Magos se quedan en su caja.
Después de
unas horas, les parece que aquello está demasiado vacío y, sobre todo,
desactualizado, así que incorporan en el paseo lateral, a la altura de Portal
de Belén bajos 2ª, justo entre el final de la hoja de suelo falso y el equipo
de música, a dos manteros vendiendo coronas y auras de Trous, sandalias er-Jordán
y capazos de Blimba y Trola. Ahora sí, se dicen. Pero no, ahora no. Las
figuritas más o menos antropomorfas, excepto el apesebredado niño, dejan
su posición asignada y se acercan a los manteros. Que si esta corona que llevo
tiene muchos años y mira esa de ahí que brilla más, se lamenta la Virgen; que si
estas sandalias son un asco, están out y siempre he querido unas de
marca, asegura San José con la mirada torcida hacia el cielo; que si un capazo
de esos me iría deputamadreconperdón para llevar mi acondicionador de alas
y el polvo de ángel, afirma el amorcillo que siempre se queja, pobrecillo, como
en los cuadros de Murillo, de no tener un bolsillo…
De pronto, de
la caja etiquetada como “Belén-2”, salen a ritmo (¡un, dos, un, dos, un, dos…!)
los soldados de Herodes, una mezcla de romanos de plástico y tipos barbados con
espada y túnica. «¡Paso en nombre de la ley!». Ante la ausencia de río, los
manteros gritan «¡Polvo!» y corren a esconderse detrás del reproductor de CD. «¡Disuélvanse,
esto es una venta no autorizada!». El que parece obrar como capitán del grupo
represor arranca de las manos de la Virgen una corona. «¡Que es la mía, la de
siempre! ¡Jose, Jose, mira este señor! Dile algo, cariño». Pero San José ya se
ha calzado las nuevas sandalias y, orgulloso, vuelve a su posición para
disimular. «¡Jose, dile algo, que me han arrancado mi santidad!» San José lanza
un irónico ¡ja! y sigue a lo suyo; se imagina volando con sus pies asandaliados:
lanzando triples, driblando defensores, haciendo mates como un poseso… «¡Jose,
dile algo ya, calzonazos!»
Con el
griterío comienzan a salir de las cajas 2 y 3 el resto de las figuritas. Se juntan
frente a la estampa del nacimiento, cuchichean, opinan: «unos liantes», dice la
lavandera señalando aquí y allá, «¡míralos, menudos lamparones llevan!», y se
golpea el pecho para reafirmar lo dicho. «Ese niño del pesebre brilla. Seguro que no es
de este mundo ni natural», señala un pastorcillo animista. Todos se arremolinan
y, poco a poco, se mueven hacia el recién nacido. Al ver el percal, María deja
el forcejeo por la corona y, remangada, se interpone en jarras entre el
Cristito y la muchedumbre de barro cocido y plástico multicolor. «¿¡Qué leches
miráis, secundarios!?» Herodes, que ha llegado disfrazado de turgente
pastorcilla cananea, amparado en el anonimato que otorga la multitud, toma la
piedra veteada en blanco y gris, traída hace años de un pedregal del pirineo
aragonés para adorno del rio de papel de aluminio (una piedra chulísima, de
verdad), con la intención de lanzarla y descalabrar al churumbel. Por suerte
para el bebé, Dios, en su omnisciencia, no ha otorgado al monarca el don de la
puntería. La poca habilidad de Herodes lleva la piedra a la cabeza del buey que
yace plácidamente tras el pesebre, junto al burro. Más tarde, cuando realicen
el informe del atestado, el buey declarará que «estaba soñando con brutales
estampidas en azules campos de amarillas amapolas bajo un apacible cielo entre
trinos mañaneros y mugidos tornasolados» (N. del A.: ojo, los bueyes,
tremendamente poéticos por naturaleza, también se caracterizan por desconocer los
colores).
El buey,
desorientado por el súbito impacto, continúa con su soñada estampida fuera del
onírico espacio. Golpea el pesebre, con saña, y lanza al sacrosanto niño hacia
las nubes (primera ascensión de Cristito). María, como un receptor de fútbol
americano que busca el pase del quarterback, echa a correr con la vista
fija en Federico (Federico Jesús en el registro civil). Tras sortear una
gallina, dos pastorcillos, un árbol de plástico y una hilandera, en una
fantástica estirada, la Virgen recoge al bebé antes de que este toque suelo más
allá de la línea de anotación (extremo norte del papel de estraza sobre el que
se asienta el belén). «¡Touchdown!», grita todo el belén mientras la Virgen,
emocionada (es su primera anotación) está a punto de estampar a Cristito. En ese
mismo momento, lo besa, lo estruja, le hace arrumacos, lo achucha, le canta, lo
rebesuquea «¡Ay, Federico Jesús de mi vida, de mis entrañas, de mi corazón!» El
niño mira hacia los cielos y pide que «si puede ser, Padre, aparta de mí este
cáliz y me lo cambias por otro».
María llega de
nuevo al portal y se encuentra con otro niño, talludito, de pelo lacio y
moreno, ocupando el pesebre. Todos permanecen callados, con los ojos hacia el suelo. José
silba como distraído y evita la mirada de María que lanza un «¡Eh! ¿Qué ha
pasado aquí?» José se levanta de hombros y niega tres veces, pero todos
(acusicas) le señalan sabiendo las malas pulgas que gasta la Virgen. «Qué
quieres que haga, churri, si este niño se parece más a mí que el mío, joer…» La
Virgen suelta una colleja al okupa del pesebre y coloca con ternura a Federico
Jesús.
Las figuritas
vuelven a la carga, a quejarse de su ausencia este año, y reclaman su papel
importante en la historia. Todos dicen ser indispensables y alzan la voz hasta que
se escucha un grito impostado y autoritario: «¡Quieto todo el mundo!». Con
tanto guirigay nadie se ha percatado de que los Reyes Magos han salido de su
letargo en la caja de mocasines burdeos talla 43 marcada mediante rotulador indeleble gordo como “BELEN R.M.”. «¡Quieto
todo el mundo!», repite Melchor mientras saca un tricornio oculto bajo su capa y
lo intercambia con la corona. Gaspar y Baltasar le imitan. «Ni esques ni
escos», suelta cuando algunos tratan de justificarse. En unos segundos
ya han controlado la situación y el silencio es completo. No se escucha ni el
revoloteo de las moscas del buey, ni las de la mula ni las del ángel. Gaspar anota lo que dicta Melchor: «Escuchando voces, bullicio y alborotos, saliendo de la
caja-cuartel, llegando al lugar de los altercados, observando la situación,
procediendo a…». Mientras, Baltasar va tomando nota, uno por uno, de todos los
presentes. Después de un rato, Melchor decide que el belén estará como
siempre, sin minimalismos ni tonterías, que eso son sindioses que no acepta la
gente de bien y la Navidad es de gente de bien. Tomada la decisión, obliga por
orden de la autoridad moral (la suya, evidente) a montar todo "i-gua-li-to-que-to-dos-los-a-ños".
Tras un ir y venir constante durante varios minutos, el belén queda perfecto, los manteros son recolocados como pastores a tiempo completo y las mercancías incautadas... de momento. Los Reyes se han alejado a la distancia correcta para que cada día los acerquen un poquito hacia el portal. Todo está tranquilo, casi como siempre: la Virgen canturrea, Federico Jesús observa cómo beben los peces en el rio y San José levanta un poquito sus ropajes y suspira al ver como brillan sus nuevas er-Jordán por debajo de la túnica.