El arte decadente

A mis padres, que me enseñaron el lado absurdo y divertido de las cosas.


Manolo Dosaguas Cienfuegos, Mano para los amigos, era, en secreto, el detector de la pincelada, el catador del museo, la nariz del Prado. Tras más de veinte años como vigilante nocturno, podía distinguir por el olor el periodo artístico al que pertenecía una obra, por el sabor el año aproximado en el que fue pintada y por el tacto la escuela o, incluso, el maestro que había realizado los trazos. Durante sus rondas, Mano se paraba delante de un cuadro y, sin encender la linterna, recorría con sus dedos las huellas dejadas por el pincel. Luego acercaba la cara y dejaba que su nariz se empachara con los olores de las materias usadas en los pigmentos y un leve toque de su lengua sobre el lienzo era suficiente para percibir el regusto de antigüedad de los barnices. Algunas noches ordenaba los cuadros de sus salas por el sabor y otras por el olor, aunque, tal y como marcaba la dirección del museo, terminaba el turno ordenándolos por el tacto. Mano vivía feliz entre lienzos.

    Pero un día se conjuraron todas las fuerzas dañinas del universo al alinearse un maldito resfriado de los que hacen de la nariz un grifo y un bocadillo de atún de marca blanca con pimientos del piquillo de la huerta chilena, eso sí, preparado por su madre con mucho amor, aunque con muy poca mesura en sabores y aceites. Y es que Mano, a sus 54 años, aún vivía con ella, según él, para evitarle a la señora el trauma del nido vacío.

    Las consecuencias de tanto cariño maternal delimitado por yescas de pan fueron una boca atunera y unas manos pringosas que, unidas a la destiladora nariz, sugerían cualquier otra actividad antes que la de ordenación de obras pictóricas. Pero, por desgracia, el ser humano rara vez ve el peligro por la seguridad que da el oficio y la necesidad y el amor al arte pudieron más que la lógica.

    Serían alrededor de las nueve y cuarto de la mañana cuando el responsable de la colección permanente avisó al director. Al llegar al museo se percató de que el problema era mayor de lo imaginado: paredes sin cuadros, un Goya entre un Bosco y un Murillo, restauradores llevándose obras de aquí y de allá… Pero lo peor estaba en la sala 29: cuadros descolgados con brillos extraños, otros del revés y un Tiziano rezumando aceite. Hasta Las tres gracias se habían puesto de espaldas para no ver el panorama. Y en medio de la sala, un corro formado por algunos guardias del museo se abrió para dejar paso al director.

    En el centro del círculo, sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y abrazado a si mismo, estaba Mano. Lloraba a moco tendido, con las huellas aceitosas de sus manos en la camisa y restos de mocarros en los puños de sus mangas. Se mecía rítmica y mecánicamente y en cada uno de sus movimientos soltaba un «lo siento», uno tras otro, como si se hubiese convertido en un metrónomo plañidero.

    Lo último que se supo de él fue que también le echaron del banco donde lo reubicaron cuando una mañana apareció en el despacho del director ligero de ropa, babeando y abrazado a una mala litografía de La maja desnuda.


(Publicado en Letra impresa, Escuela de Escritores. 2021 - ISBN 9798502008402)

Entretelas

Hoy, de nuevo, he salido del mercado con otra mamá. Todos los días alguna señora me dice cosas —que si estoy más alto, más guapo, más mayor— y entonces busco una falda, hundo mi cara en ella y no miro nada más. Y es que todas llevan ropa parecida y huelen igual de bien: a pan recién hecho, a mermelada de besos, a caricias de canela. Como no me atrevo a mirar por si la señora sigue ahí, hasta que no salimos a la plaza no me doy cuenta de que mi mamá ha cambiado. No digo nada, por vergüenza, porque se está muy bien, y sigo agarrado. No soy el único. Después de charlar entre ellas, nos deslían y cada cual vuelve a la suya. Es entonces cuando aprovecho para mirar a Paula, que me sonríe junto a su mamá. Yo vuelvo a esconder mi cara, pero hay algo que me hace devolverle la sonrisa por la rendija que se forma entre la falda y mis manos.

(Publicado en ENTC - La vergüenza y la confusión)

Showtime

A las 22:00, se produjo la erupción.
Mientras todos los animales huían despavoridos, las faldas del volcán se fueron llenando de curiosos, reporteros, vecinos que hablaban de lo tranquilo que parecía, jóvenes haciéndose selfis al borde del cráter, tertulianos, influencers, profetas y predicadores del fin del mundo, vendedores de magma y cenizas y alguien que pasaba por ahí. A las 22:15 el volcán se apagó y todos volvieron a sus casas defraudados. Solo el ruido de un tiroteo consiguió animarles de nuevo.


(Finalista anual Relatos en Cadena - 2021 - mayo)