Los Hastings

(Revisión de Los Tres Cerditos)

Cuando John T. Hastings murió, tan solo un par de meses después que su mujer, la herencia se repartió a partes iguales entre sus tres hijos: Peewee, John-John y Marcus. Los hermanos no se pusieron de acuerdo, así que vendieron las propiedades, repartieron también las ganancias y se fueron a vivir por separado, a pesar de que Mamá Hastings no lo habría querido así.

Peewee se mudó a California. Gastó la mitad de su dinero en una mansión de Beverly Hills. Una casona de aires victorianos, pintada de un blanco impoluto, espaciosa y de techos muy muy altos. También compró un par de coches de lujo: un Porsche amarillo y el Corvette rojo de sus sueños. El resto de su herencia lo invirtió en renta variable y fondos sirios de alto riesgo.
Con los rendimientos de sus inversiones disfrutaba de una vida desahogada, pero cuando llegó la crisis, incomunicado por un huracán en Bahamas, no pudo salvar su dinero y el banco se quedó su casa y todo lo que en ella había. Se vio atrapado, sin salida, vagabundeando por las calles de South Central. Con el único dólar que le quedaba tras pagar las cervezas sobre las que lloró, llamó a John-John. Peewee siempre había sido alguien especial para John-John: un caradura, pero muy especial. Cuando se abrazaron en el aeropuerto, antes de tomar el vuelo a Nueva York, decidieron permanecer juntos. Hicieron el juramento Hastings de pulgares que en tantas ocasiones habían hecho de pequeños.
John-John era avispado, un autodidacta de las finanzas, y aparentemente había invertido mejor su dinero. Después de comprar un apartamento en el 1105 de Park Avenue, destinó parte de la herencia a la adquisición de bonos nipones a cincuenta años y una cantidad importante a un fondo no garantizado.
Pasaron los días en Manhattan, relajados, sin preocupaciones. Pero un día de verano que estaban disfrutando de esos mojitos tan deliciosos y refrescantes que sólo Peewee sabía preparar, la policía judicial se presentó con una orden de embargo. Todo su dinero estaba inmovilizado.
—Señor Hastings, su fondo de inversiones proporcionaba apoyo económico a un grupo terrorista de Oriente Medio —le dijo claramente el juez que llevaba su caso—. Suerte ha tenido de no terminar en la cárcel, señor Hastings.
Por desgracia John-John no podía rescatar los bonos nipones hasta el 2066 y tuvo que vender la casa para subsistir. Peewee volvió a recrear lo que ya había vivido y, aunque esta vez tenía a su lado a John-John, comenzó a caer en el mismo abismo. Cuando ya no podían resistir más, viviendo entre camorristas, en lo más bajo de New Jersey, John-John, alarmado por los derroteros que tomaban sus vidas, tragó saliva, se tragó su orgullo y llamó a Marcus.
A pesar de que no habían contactado con él desde la muerte de su padre, tras conocer todas las desdichas que habían sufrido sus hermanos, Marcus aceptó de buen grado que fueran con él a su coqueta casa en la soleada Orlando. No vivía con lujos, pero sí con comodidades. Del dinero que le correspondió, una cuarta parte la destinó a la compra de la casa y de un utilitario japonés. El resto lo invirtió en bonos del tesoro alemán, varios fondos garantizados a 5, 7, 9 y 12 años, un par de planes de pensiones y unos pocos bitcoins. Cuando llegaron las crisis no notó apenas sus efectos. Fueron los demás quienes tuvieron que apretarse el cinturón, pero el resistió las embestidas. La devastadora guerra comercial con las nuevas potencias asiáticas tampoco le afectó.
Y fue allí, en Orlando, donde los tres hermanos terminaron viviendo, juntos como quería Mamá Hastings, disfrutando de los mojitos de Peewee, de las charlas de John-John y de los insufribles cantos de Marcus que solo servían para ahuyentar a las alimañas del barrio y a las crisis, por muy bestias que fueran. Nunca se le dio bien cantar.